Ángel H. Sopena

El tiempo se detuvo en esta velada despedida de Sabina. Adocenados en lo rutinario, algo inevitable ante la sobreabundancia de conciertos, llegamos a olvidar que hubo noches extraordinarias antes de que se impusiera la medianía, la repetición. Noches extraordinarias como esta, sin ir más lejos. Sales perdiendo si te la perdiste. Sabina es el último romántico. Gritó, cantó, recitó, bromeó, rió, hizo reir… Nos lo hizo pasar tan bien como él mismo se lo pasa (casi siempre) sobre el escenario.

De este «Baudelaire con guitarra madrileña» que hace música directa e inapelable, encaraba el concierto sin montajes desproporcionados (aunque esta vez lo visual brilló sobremanera). Todos sabían que volverían a escuchar clásicos mil veces oídos, y había fe (incluso certeza) en que Sabina se vaciaría sin escatimar un ápice. Sin embargo volvió a sorprender, a emocionar más bien. Brillante, comunicador, está más en forma de lo que muchos esperaban. El tiempo pasa para todos, pero, él sin ser el mejor Sabina (dicen), está a años luz de una caricatura. Muchos a su edad ya no salen de gira.

La primera vez que vi a Sabina fue con La Mandrágora en un pabellón de deportes. Anoche se despedía de la afición en un coso durante dos horas de contagio emocional, con un repertorio estructurado sobre su bagaje de clásicos. Como de un manantial inagotable, la recuperada magia siguió fluyendo en briosas interpretaciones de ‘‘Calle Melancolía’’ (“he buscado en los baúles de las primeras canciones olvidadas que se fueron quedando fuera de los escenarios; está es una de las primeras que escribí”) y una demoledora ‘’Por el bulevar de los sueños rotos’’ recordando a Chavela, e himnos como ‘’19 días y 500 noches’’( con imágenes de más joven rumbeando), ‘’Una Canción Para La Magdalena’’, ‘‘El hombre del traje gris» (“otra de las antiguas, agradecemos unos coros en los estribillos”). Desde “la posada del fracaso” volvió a preguntarse ‘‘Quién me ha robado el mes de abril’’, y brilló en ‘Sin embargo te quiero’, crónica de un amor apasionado y desleal que le encumbró, junto a la fantástica Mara Barro, que antes tiró de copla de la Piquer (“las musas no vienen cuando una las busca. Sonaba copla española en la radio”). Son canciones ya inscritas en la memoria colectiva; por ellas pululan perdedores y canallas, combinan realismo callejero y sensibilidad poética, aguda ironía y descreída lucidez. Ya han sido celebradas hasta la saciedad, pero pocas veces sonaron con tanta urgencia, con tanta pasión. Es la mejor recompensa. El repertorio estaba lleno de crónicas de desamor, encuentros apasionados y reflexiones sobre la fugacidad de los sentimientos y las trampas del corazón.

Esta despedida ofrece la oportunidad de contemplar a un artista capital de las últimas décadas cerrando todo un ciclo. Cantó igual de mal, aunque a mi me gusta, como me pasa con Dylan salvando las distancias. Algo resentido de voz en el último tramo, escogió el repertorio, el único que tiene, de canciones gloriosas, y se autoparodió con la rutina de siempre, procacidad y jeta a partes iguales. Faltó tal vez un poco de esa obscenidad que se le supone, y sobró otro tanto de la disimulada indolencia de cómico de la legua con que se trajinó el concierto, que fue divertido. Me quedé con las ganas de saborear algunos de sus clásicos, como ‘Princesa’, pero parece que el calor hizo mella, y su alteza se quedó fuera.

La entrada fue triunfal: ‘‘Un Último Vals’’, donde Sabina canta a su final como músico y casi al fin de su vida. Comienza como un soliloquio machadiano –“converso con el hombre que siempre va conmigo”- y termina como una celebración, seguida de ‘Lágrimas de Mármol’ y ‘Lo Niego Todo’. El tono estaba marcado desde el inicio con emoción y mucha poesía.

Existían dudas razonables –¡no para sus fieles!-: ¿Aguantará la voz? ¿Aguantará el resto del cuerpo?. Delgado, pero más relleno, al Flaco de Úbeda se le nota feliz. y manifiesta estar más vivo que nunca. Volvió por donde solía, intentando parecer un chiquillo travieso con sombrero blanco. Está pletórico. ¿A quién le importa su voz? Como Dylan, sabe hacer de su “defecto” un marchamo de personalidad. Convierte las canciones en autorretrato y retrato generacional; se burlaba de todo, feliz de sus hallazgos, de estar en Murcia… Ha sabido aunar a varias generaciones reciclándose a sí mismo. Entusiasmó incluso a quienes ni siquiera habían nacido cuando salió ‘‘Malas compañías’’.

Sabina presentó en verso a sus músicos (su “verdadera familia”), su banda, tantos años cobijándole, en la que se echa de menos a Pancho Varona: Mara Barros (vocalista), Pedro Barceló (baterista), Laura Gómez (bajo), Borja Montenegro (guitarra), Josemi Sagaste (vientos), Jaime Asúa (guitarra y voz), y su director, Antonio García de Diego (guitarra, piano, armónica, voz: “llega donde yo no llego”). Cantó todo el tiempo sentado en un taburete, del que apenas saltó en alguna ocasión a una mesita. Hizo mutis un par de ocasiones, delegando en Marita (‘’Camas vacías”) y el ex Cucharada Jaime Asúa (‘’Pacto entre caballeros’’): dos fantasías, confesó. “¿Cómo quedarían en las voces de una chica y un rocker? Las dos se van a cumplir esta noche”.

‘‘Noche de bodas’’, ‘’Y nos dieron las diez’’: con aire de ranchera se sucedieron casi fundidas. Sabina se despidió satisfecho y emocionado. Para el bis salió la banda sin él. De Diego cantó una de las joyas del repertorio: ‘La canción más yo ahoraNos dijimos adiós. Ojalá que volvamos a vernos. empieza mucho más cortito el adiós”, anunció.

Fue un recital de admirable desinhibición y con una alegría que convirtió el coso en una fiesta con cierto aire de nostalgia. Sabina hizo lo que se sabe que hace, y convenció. La pasión como motor vital, un tema recurrente en sus canciones, es el eje de estos recitales con los que Sabina ha vuelto a los escenarios más vivo que nunca. Con ‘’La canción de los (buenos) borrachos’’ sonando a modo de epílogo, se marchó musitando pudoroso: “Gracias, gracias”, quitándose el bombín. Nos dijimos adiós. Ojalá que volvamos a vernos.